Mi hijo el campeón
Mi hijo, el campeón
Por la Lic. Marisa Russomando,
Psicóloga (MN) 23189, www.marisarussomando.com.ar,
Directora de Espacio La Cigüeña.
Cuando los padres ponen demasiadas expectativas en el futuro de sus
hijos, ¿es aliento o frustración? El niño necesita, para desarrollarse
de una manera saludable y placentera, un entorno de seguridad,
estabilidad y contención afectiva. Y esto se crea a través de las
funciones maternas y paternas.
La función materna principal en la
crianza del niño es contener, alimentar, acunar, sostener. Constituye
la base afectiva esencial desde la cual se construye el ser humano.
Paternar, por su parte, es el necesario acompañamiento que requieren
los chicos en su desarrollo, primero para separarse de la relación
simbiótica con la madre e iniciar un proceso de independencia y de
construcción de la identidad.
Cada una de estas funciones son
importantes, pues se trata no solo de cubrir las necesidades básicas
sino también de brindar la seguridad y la confianza necesarias como
base para que el niño vaya por más. Para que todo esto suceda es
necesario que ambos padres desplieguen su deseo hacia ese niño, el
deseo que motorizará el vínculo y el desarrollo. Desde esta seguridad,
pequeños y pequeñas exploran la realidad de una manera más autónoma,
pero siempre con la garantía de que podrán encontrar ayuda y respaldo
en sus padres o en las personas que los criaron.
Seguramente para todos los padres,
o eso esperaríamos, su hijo es lo más preciado en el mundo; y para esos
pequeños, sus padres son el centro del universo, su marco referencial,
la presentación del mundo frente a sus sentidos y emociones. Es por
ello que la modalidad de crianza que optemos como adultos tendrá
grandes consecuencias en ellos en todas las áreas que lo conforman:
afectiva, intelectual, social y física.
Si bien no hay una única manera de desarrollar saludablemente la
maternidad y paternidad, hay posiciones que favorecen u obstaculizan la
misma y por ello debemos reflexionar e informarnos acerca de las mismas.
En ese camino, uno de los errores
más frecuentes de los padres en esta época frente a la crianza es el
lugar de la exigencia, basada en preparar a sus hijos para el mañana,
para el mundo competitivo. Aquellos que practican algún deporte lo
experimentarán.
Es frecuente observar padres que
depositan su propio deseo de éxito, de fama o de progreso en sus hijos
y así pierden la brújula. Esto es, no se detienen en conocer los
intereses singulares de sus niños. Lo que hacen es confirmar su propio
deseo, generando nuevas obligaciones y exigencias de una actividad que
tal vez a los pequeños no les agrada, le dedicarían menos tiempo o
simplemente no son buenos para ello, entre otras tantas opciones que
marcan una distancia entre lo que los padres y los hijos desean o
esperan.
Más aún, si coincidieran padre e
hijo en querer triunfar en algún deporte, los adultos deben
proporcionar un clima de participación, esmero y auto superación dentro
de los límites saludables y beneficiosos para ello. Esto no se logra
siendo exigentes, así solo se promueve la competitividad, pues elogian
solo el triunfo, desvalorizan el esfuerzo y critican el mal resultado.
Los padres deberían:
-Aceptar los fracasos de sus
hijos promoviendo la autosuperación en una medida saludable.
-Valorar el esfuerzo más allá del
resultado.
-Acompañar en la decepción
favoreciendo el trabajo para lograr mejores resultados.
-Respetar a los adultos que acompañan
o guían la práctica deportiva.
-No criticar a sus hijos.
-Mantener un diálogo abierto
permanente.
-Construir una mirada crítica hacia
distintos estímulos del entorno.
-Festejar sus logros.
-Alentar a ir por más.